Trilce XV

[Alan Castro Riveros (La Paz)]

Lumbral

Otilia nació ciega y recuperó la vista al ser bautizada; desde la O inicial vocalizada por el demiurgo despertó su visión.


Pero cuando Otilia se fue, quedó sin nombre una imagen, el puro atisbo traspasado de quien la conoció y miró desde esos ojos los rincones en donde durmieron juntos tantas noches. En las madrugadas, Otilia era un nombre recién descubierto y las paredes todas se transparentaban. Un rincón –diferente al escondrijo ófrico donde alguien rascuñaba la espalda del soñador– llamaba.


            A medias en un laberinto de cráneos de bronce fue convocada Otilia. Un balbuceo la partió en dos –fosforescencia y dolor–, y una línea destelló entre medio y medio tras la desaparición de su nombre. Tocaba sentarse a caminar sobre las huellas borradas de la invocación. ¡A dónde han saltados tus ojos, a dónde tu O, Tilia! Las resonancias del antiguo conjuro se disolvían gradualmente mientras se actualizaba el recuerdo de su ceguera.


Otilia había nacido dos horas más tarde de lo usual la primera noche, con una ligera aunque persistente molestia en el cuerpo. Cuando llegó a la claraboya, le costó acercarse para abrirse paso a través de ella, porque el dolor ponía trabas a su concentración. En cuanto logró acercarse lo suficiente para mirar, se sintió incómoda. Frente a ella, en el rincón querido, la cuja de los novios difuntos era trasladada y relucía su madera rojiza, alumbrada con una pequeña lámpara amarillenta. Otilia se sorprendió; no sabía si tocaba volver a un lugar que ya no había, o tal vez qué habría pasado.


Se decidió a contemplar la cuja, el verdadero primer mensaje del mundo, el que inauguraba un código entre el cuarto amarillento y la vida misma. El espacio había dado la primera pauta de un lenguaje íntimo; había tomado la cuja de algún basural, la había desempolvado, trapeado, y ahora se veía magnífica a la luz de la noche. ¡Cómo cambiaba aquel rincón abandonado con la presencia de ese mueble ruinoso! Era lo único que iluminaba el lugar, algo de otro ámbito, una escena extraída de cierta memoria que bordeaba la inadvertencia. Y la cuja iba, venía a la realidad desde un matiz sin nombre. Pero las cosas cambiaron con su repentina desaparición.


La cuja creía haber venido temprano a otros asuntos y perdió su color. Es lo que sucedía cuando lo temprano suyo pescaba lo durmiente de Otilia. En primer lugar, porque la cuja no cuajaba más como pertenencia física del mundo. Ahora estaba eclipsada, desvanecida. Hacía imaginar el espacio como un sonido apenas acicalado entre potentes perfumes. Sin embargo, Otilia ya sabía soñar, y por esa razón el dolor de antes no le torcía la espalda, y la invitaba a olvidar una posible reaparición del mundo, un destello del rincón mirado a través de la claraboya. Era el rincón donde a su lado alguien leía una noche sobre la guerra de siempre, o sobre la indecisa desolación de Tartarín de Tarascón.


Ahora, treinta años después, Tilia apretaba sus tiernos puntos mientras leía un libro que a veces detonaba esa O ida que había levantado antaño las cortinas de sus ojos. Era el color del rincón amado, no el del mundo de esta noche, sino de algo lejano a los rasguños y pleno del aroma suavizado del primer parto. Pero volvía la cuja a su cabeza y en ello no había equívoco alguno.


El mueble era familiar. Tilia lo había visto –ahora lo sabe– en el cuarto del inquilino, en una noche o madrugada de intenso frío y vapores de eucalipto. Sin embargo, más que el recuerdo, le atraía el nuevo brillo que iba adquiriendo tras su desaparición. Con los ojos cansados, Tilia sentía haber visto en realidad una puerta. La ilusión era tan real que la cuja desapareció para siempre, quedando solo el portón, por donde de pronto ingresaba la luz de días de verano idos, aunque los huesos estuviesen entumecidos por el invierno.


Tilia no quiso detenerse en réplicas; el umbral se reflejaba levemente en algunos cajones, esquinas y otros trastos, que se definían por minúsculas líneas de luz dibujadas por el fantasma de la cuja y ninguna lámpara. La puerta aparecida tendía hilos dorados que elegían nuevas cosas para envolver o reconocían antiguas partes del mundo al que pertenecía y del que era un ingreso. Por otro lado, dónde estaba el inquilino, por qué se había ido a la vez, o acaso entraría por la puerta ajeno al mundo recién inaugurado. O entraría y saldría como la respiración que siempre le hacía caminar sentada, con los perfumes, poca y harta y pálida por los cuartos nuevamente dorados por sus ojos.


Gracias a este último bautizo, que en vez de lengua era fotónica, se acercaba a un ritmo que traía consigo a la superficie en una danza. Ella tenía clara la imagen del espacio que extrañaba; y de los movimientos que allí realizaba en ninguno cabía la duda. Tanto el mundo como Otilia se preguntaban cómo había sido posible no haber notado la ausencia del otro. Otilia incluso llegaba a creer que alcanzar el fondo en el que se ocultaba el recuerdo de la desaparición era un sueño irrealizable. Pero al mirar el mundo a partir de este umbral, suponía que incluso el muerto más enterrado en la tierra podía resucitar cuando quisiera y alguien lo recordara.


En una noche pluviosa, en la que la lluvia era lo que es, ya lejos y cerca de nombres y luces, el inquilino saltó de pronto de la cama. Un piano viajaba para adentro en otro cuarto, a saltos alegres, bajo túneles, bajo vértebras que crujían naturalmente. Eran dos puertas abriéndose cerrándose, dos puertas que al viento iban y venían, como la propia atmósfera, lumbral a lumbral.