Trilce LII

[Christian Kupchik (Buenos Aires)]

 

Trilce LII

 

Y nos levantaremos cuando se nos dé
la gana, aunque mamá toda claror
nos despierte con cantora
y linda cólera materna.
Nosotros reiremos a hurtadillas de esto,
mordiendo el canto de las tibias colchas
de vicuña ¡y no me vayas a hacer cosas!

      Los humos de los bohíos ¡ah golfillos
en rama! madrugarían a jugar
a las cometas azulinas, azulantes,
y, apañuscando alfarjes y piedras, nos darían
su estímulo fragante de boñiga,
                                                 para sacarnos
al aire nene que no conoce aún las letras,
a pelearles los hilos.

Otro día querrás pastorear
entre tus huecos onfalóideos
                              ávidas cavernas,
                        meses nonos,
                              mis telones.
O querrás acompañar a la ancianía
a destapar la toma de un crepúsculo,
para que de día surja
toda el agua que pasa de noche.

Y llegas muriéndote de risa,
y en el almuerzo musical,
cancha reventada, harina con manteca,
con manteca,
le tomas el pelo al pelón decúbito
que hoy otra vez olvida dar los buenos días,
esos sus días, buenos con b de baldío,
que insisten en salirle al pobre
por la culata de la v
dentilabial que la vela en él.

 

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TEOREMA

 

a Andrés Ajens

a P.P.P., in memoriam

 

Hipótesis

 

LII. Número atómico del Telurio, semimetal sentimental descubierto en las intransigentes minas de Transilvania y que se confundió con el antimonio, antinomia con la que el niño César soñará sin cesar mientras aprecia el pesado té del tungsteno.

 

LII. Las teclas de un piano, dientes amarillos o negros que gimen al ser gibados por dedos torpes que tropiezan en el vacío.

 

LII. Múltiplo apopléjico de dos, trece, veintiséis. Versos que atraviesan por el momento de vela, de vigilia también con la culata de la v dentilabial que nos tensa entre la vida y la muerte.

 

LII. Kilómetros en línea recta entre Johannesburgo y Pretoria apretados en una prisión de pieles oscuras.

 

LII. Y en el cielo los aviones, aquellos magníficos pterodáctilos de plata, dos B-52 sí, que rayan las nubes bucólicas, en tanto los tontos danzan con Love Shack (Cosmic Thing) y vuelven a olvidar los buenos días.

 

LII. El caballo astral que se figura en la constelación Pegaso NGC52, niega en la fatalidad de su carrera el galimatías de la galaxia, que nos deja más solos, sin más nomenclatura que el nombre que no existe.

 

LII. Número de cartas que cortan el destino sin acción de comodines. En aquel casino abandonado de la ruta 52, la que va de Carolina del Sur a Dakota del Norte, descansa la hora del desierto.

 

LII. Premeditada provocación del arcano menor del tarot egipcio: la faraona se fagocita el futuro adornada con una diadema que culmina en cobra: astucia y cautela. La flor de loto promete una revelación y las esfinges en lucha y oposición entre pasado y futuro. 

 

LII. Spinoza: “El hombre es afectado por la imagen de una cosa pretérita o futura con el mismo afecto de alegría o tristeza que por la imagen de una cosa presente”.

LII. Semanas del año añoradas debajo de las tibias colchas de vicuña. Las acompaña un tiempo quieto. Weeks in the year, cantan en un bingo de Birmingham cuando sobreviene el dígito que nadie agita.

 

LII. “Madre e hijo”, se proclama en el juego cada oportunidad en que aparece la sufrida cifra. “El cinco sostiene en sus brazos al dos”. Madre e hijo. La ambigüedad romántica de ese alegre despertar que despunta entre los humos de los bohíos promete acometer las cometas azulinas para ascender a un cielo sin final. Madre e hijo. La puerilidad poética que le toma el pelo al pelón decúbito, que se ríe y añora lo que no llegó. Que la cólera cantarina materna no aplace el despertar. 

 

Que no desespere el despierto.

 

Tesis

 

Saciados aún de cenizas, nadie aguardaba nada de aquel 1922, annus mirabilis. Ulises alucina con la Elegía del Duino, en tanto remonta el río Rilke con sus efectos retardados. Desde la buena Viena, el Tractatus trepa la trinchera y llega hasta Trilce. De lo que no se ha de hablar, es mejor… aullar. Y sin mediar distancia, del desierto vallejiano el viajero hizo suyo the last land, de Mr. Eliot. Une ecrivain peruvien en París y el metódico de Missouri en Londres. Vasos comunicantes. El delgado hilo rojo que recorre, tose y descose el destierro. Uno y otro acuden al llamado de la naturaleza para desnudar la existencia en su precoz esencia: ser agua. En el retorno de las alturas a la tierra, en el terror, Vallejo invoca con su canto a la lluvia y Eliot a la voz del rayo. No toda es vigilia. “Datta. Dayadham. Damyata”: sin creer en el sánscrito, el inglés lo consagra como “Da. Compadece. Controla”. En la otra orilla, tras la cordillera, Trilce responde “en la costa aún sin mar”, para coincidir también en la vena védica con “Shantih shantih shantih”: “una paz que va más allá de nuestro entendimiento”. No se citan, se encintan sin saberlo y se complementan. La misma Muerte construye su misteriosa materia en un presente continuo e inmortal y de la directa confrontación de los fragmentos con las propias ruinas surge la mejor fotografía de la desolación: lugar y tiempo. No es revolviendo las cenizas como aprendemos del fuego. Entonces “Vallejo dice hoy la Muerte está soldando cada / lindero a cada hebra de cabello perdido…” (LV, vv. 3, 4). Vallejo dice del cabello. El cuerpo humano, ese ornamento baldío y estéril, como lo es el cabello perdido. No es en balde. Se reitera la referencia: “Y llegas muriendo de risa… le tomas el pelo al pelón decúbito / que hoy otra vez olvida dar los buenos días, esos sus días, buenos con b de baldío.” No todo aullido resulta desolador en el destierro: más terrible aún es arribar muriendo de risa a un territorio yermo.

 

Demostración

 

Me moriré en París con aguacero,

Un día del cual ya tengo el recuerdo.

 

París, clínica Arango, primavera de 1938.


Escondido entre los escombros de las sombras, el poeta se precipita en la incómoda camita de ese hospital despojado e inhóspito. Los truenos atormentan los recuerdos, treman sus manos mestizas de arcilla, se diluyen en el lodo sin alcanzar “el canto de las tibias colchas de vicuña”. Un mal misterioso, arcaico, lo consume: no más cometas, ni perfumes de boñigas, no más cielos ni promesas apresuradas ante la cálida cólera cantora de mamá. Desea volver a acariciar aquella colcha de vicuña bajo la que se fugaron los años. ¿Dónde? La garganta seca conjuga el fuego que quema la voz de los oprimidos. Tiembla. Otro trueno, esta vez del futuro, replica la renuncia en la hora final del último Replikante, Roy, en rumbo a otra tierra baldía:

 

“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.”