Trilce LXXIII

[César Antezana/Flavia Lima (La Paz)]

 

La risa como rito y duelo de papel [1]

 

Siempre podemos tomarnos en serio a C. Vallejo. Su escritura poética, su compromiso político, sus intuiciones teóricas sobre esa misma relación tan difícil (arte y política), perfiladas en algunos artículos de los años veinte publicados en diarios de Lima -en los que alguna vez llega a polemizar con Diego Rivera-, son rotundas muestras de una Obra con mayúsculas. Si, podemos tomarnos en serio a Vallejo, por supuesto. Yo lo hago. Aunque no siempre sea pertinente hacerlo, como en este caso.

 

Quizás nos hemos malacostumbrado a leerlo siempre adusto, enjuto figurín de fotos en blanco y negro, huérfano solitario, sufriente cristo de izquierdas, mártir exiliado. Pero tengamos cuidado, que Vallejo no se reduce a esa postal del sur que a menudo él mismo ayudó a construir.

 

Por otro lado, nadie que se acerque con cierto interés a su obra aceptaría quedarse con esta imagen tipo emo-idol. Al menos no solo con esa imagen. A. Ajens compartió recientemente en la red una entrevista que se acusaba perdida, en la que Vallejo se muestra agudo, culto, pero también presumido y dicharachero. En esos resquicios que quedan entre su obra y su vida, van asomando por todas partes testimonios íntimos de sus allegados, de sus amistades, algunas entrevistas como esa, etc. que dan cuenta de un sujeto ligeramente distinto a ese que naciera un día en que Dios estuvo enfermo. Y es que siempre se nos escapa algo cuando nos acercamos a personajes como él, con la intención de sacralizarlos, de convertirlos en héroes, paladines o íconos de no sé qué.

 

Es por eso que cuando leo este poema, se me viene un extraño y agradable escozor. Porque quizás podríamos ver expuesta en él una cierta relación entre esta escritura, la escritura de Vallejo, y sus posibles lectoras/es. Entonces me imagino como si todas fuéramos ratones protagonizando un juego sin contienda real frente a un digitígrado amaestrado en el papel, adornado de letras y espacios, un tanto absurdo como a veces nos parecen los juegos y sus reglas exclusivas, funcionales solo en determinados momentos: solo cuando se juegan. 

 

Con un ay que triunfa en su derrota y vence contra nadie, en un escenario en el que es posible la risa, con toda su gravedad y autarquía: Tengo pues derecho/a estar verde y contento y peligroso, y entonces, en este sentido, este poema funcionaría como lo hace un rito, delatando una paradoja insuperable de la que es también parte la escritura de Vallejo. Leeremos el LXXIII entonces, en estas coordenadas, solo para divertirnos, por supuesto.

 

Los ritos, nos lo recuerda G. Bataille, funcionan como una acción que traiciona su objetivo último sin quererlo. Los ritos serían como un ejercicio de la nostalgia que pretende religarnos a una pretérita y remota totalidad, en la que quizás dioses y gentes corrían por los mismos flujos del universo, indistinto aún. Para Bataille, en el rito nos aferramos como humanidad a nuestra animalidad (esa reminiscencia de totalidad), pero la materialidad misma del ritual nos alejaría de esa animalidad añorada, la traicionaría una y otra vez.

 

Algo similar sucede con el lenguaje poético, cuando éste pretende hacerse único testigo de sí mismo en una suerte de simbiosis con “algo” que parece anticiparse a la nominalidad de las cosas. Un completo Absurdo. Porque el lenguaje -y la poesía-, quizás no sea más que el fruto ciego y lisiado de una relación vital/vulgar entre cierto animal y su entorno. Un animal que ha perdido su animalidad y su contacto directo con ese entorno. 

 

Para F. Hegel, la humanidad sería como algo negro irrumpiendo en la luz: la humanidad sería la negatividad. Porque el pensamiento, la acción, el lenguaje, serían todas negaciones de la animalidad, de esa totalidad sin nombre y sin fin, sin destino, ni querella. “El hombre es esa noche, esa Nada vacía (…)”, dirá. El rito sería también, en ese sentido, aquello negro en la luz. Una imposibilidad. Un saludo a la bandera. Un falso conejo, pero que en última instancia funciona.

 

Este ejercicio (el rito) lleno de imposibilidad, repleto de sin sentido, nos conmueve hasta las lágrimas sin duda, pero también hasta revolcarnos de risa. Porque a un gesto absolutamente serio y cargado de densidad, le sucede indefectiblemente una mueca de burla. Algo de mohín. Entonces, la ritualidad gesticulada por el ser humano provocaría la risa burlona. Porque la auto-conmiseración a menudo nos resulta patética y por ello, digna de mofa.

 

Y esta sería la paradoja que escenificamos en nuestros ritos: pretendemos seriamente (cariacontecidas, solemnes, plañideras) seguir siendo animales (remitiéndonos a la totalidad perdida, ya sea mítica o poética), cuando ésta es ya una filiación imposible (entonces sucedería la burla, la risa, en el seno mismo de aquel intento).

 

Hegel plantea este asunto desde otra perspectiva en su Introducción a la fenomenología, refiriéndose a nuestra relación tormentosa y ambigua con la muerte y nos habla como si hubiese leído de pronto a J. Sáenz, quien dijera en estas montañas, usando distintas palabras: “Santiago de Machaca” está vivo, solo porque ya está muerto. Porque nos sería común la conciencia de la muerte que “seremos”, que ya “somos”, que estamos “siendo” en última instancia. Y esta conciencia nos individualiza y nos separa del resto de la humanidad, a la vez que nos permite sentirnos absolutamente parte de ella.

 

¿Le pesa la muerte a Vallejo? Por supuesto. Como a toda la humanidad y transcurre quizás de la consternación y el horror hasta lo que Sáenz llamaría “júbilo”: repulsión y fascinación; un estado en el que nos sentiríamos absolutamente atraídas por “algo”, al mismo tiempo y con la misma intensidad con la que le rehuimos. Esta paradoja insuperable (propia del rito y de la muerte misma) estaría también presente de extrañas formas en esta pieza de Vallejo.

 

Al reflexionar asuntos como éste, Bataille se refiere también al filme de S. Einsenstein sobre México (ese maravilloso inconcluso, de esa fantástica marica bolchevique). Las escenas a las que asistimos en esa película, muestran largas procesiones de penitentes que ofrecen su dolor a la Virgen de Guadalupe, pero también nos revelan fiestas interminables que tienen lugar en los cementerios, sobre las tumbas y en las que el objeto de burla es la muerte calaquienta, aprisionada para siempre en una mueca ridícula hecha de dulce y pan. En nuestros rituales con la muerte, la devoción más solemne y sincera se mezcla con la borrachera más grotesca y festiva, haciendo de todo ello un concierto de difícil audibilidad, una secuencia de compleja significación, un lirismo apartado del monólogo trágico…

 

Como un revolcón sucio y cachondo sobre los huesos de nuestros padres.

 

Me parece que en gran medida Trilce -y sobre todo este poema LXXIII-, nos permite imaginar la obra de Vallejo en estos términos: un ritual que se pretende como un precioso objeto serio, grave, al que se le añade su propia imposibilidad y consecuente risa. Una relación ambigua, graficada grosso modo en Los heraldos negros y Trilce. En esta última obra, una vanguardista puesta en vilo de la escritura, la materialidad de ritual cobraría enormes dimensiones. Al ser este lenguaje tan auto-referencial, tan volcado sobre sí mismo, tan aparentemente ajeno a las convenciones escriturales, pone en evidencia su propio mecanismo ritual: al ser lo que pretende, deja de serlo en absoluto y entonces sobreviene la risa como en este objeto LXXIII, en la que la voz poética exige meter la pata y cagarse de risa: jugar, en fin, a ser aquello que le sigue al ritual: la burla, como un guiño cómplice casi al final de todo el libro. Y esto último es lo que realmente me interesa ahora.

 

 

Mi padre contaba, con fuentes nunca esclarecidas del todo, que Vallejo habría perdido todo entusiasmo amoroso por una hermosa chica de la que estaba enamorado en el Perú, a partir de un curioso incidente. El desapego le habría llegado de inmediato, de súbito, al contemplar accidentalmente a la susodicha, sentada en el inodoro/indecoroso, entablando sonoros diálogos escatológicos consigo misma.

 

Siempre imaginé ese inodoro idéntico al que alguna vez tendríamos que usar después con mi familia, como el resultado de una carrera ciega de alquileres desafortunados: semiderruido, ensarrado y rodeado de paredes de adobe mal emparejadas. Mal iluminado. Un inodoro sumido en el desastre. Lo contemplo ahora como entonces, a la sombra de la voz de mi padre y su relato apócrifo y me da pena. Una pena infinita. La del amor en medio de la pobreza. La del desamor en medio de la pobreza. Pero no puedo evitar reírme como una idiota de todo ese bochorno.

 

Porque el relato de mi padre me hacía reír.

 

Porque cuando lo refería una y otra vez, él también se reía.

 

Porque la tristeza nos hace reír de tan triste y de tan austral como somos nosotras mismas: qué mecanismo de desahogo insuperable.

 

Quizás Vallejo también se ríe un poco de nosotras en Trilce y sobre todo en este poema. Después de arrojarnos para siempre Los heraldos negros a la cara y antes de respirarnos con aliento fétido su España aparta de mí este cáliz, quizás en el LXXIII Vallejo se permite reír un poco, no tomarse tan en serio esta vida de mierda, apestada de nosotras mismas en medio de la nada que nos conforma/constituye: Absurdo, solo tú eres puro.

 

Diría para mis adentros, que en este sentido y en este poema LXXIII sobre todo, Vallejo es un poco barroco a su manera. Porque añade a su gravedad escritural “de siempre”, este juego con el lenguaje que se deshabita de su significado más serio sin perder densidad alguna. Porque la risa es una de las cosas más importantes de este mundo y esto ya lo sabían en el s. XVII, antes de que nos abdujera toda esa insoportable impronta romántica posterior.

 

P. Macherey decía eso de nuestra enferma relación con la forma, aduciendo que todo el “arte” sería barroco de alguna manera: mientras más alejada la obra de la “realidad”, mientras más artificiosa y sobrecargada, más cercana se presiente a sí misma de ella. Más fiel se imagina a su “objeto” de representación. He aquí un acertijo que se muerde la cola.

 

Como nuestros rituales.

 

Como nuestra relación con la muerte.

 

Como nuestra hegeliana negatividad en medio de la naturaleza.

 

Como este poema LXXIII que anuncia el triunfo de un ay sin rival, como el último aliento de un lector/ratón que se bate a duelo, que se traba, con un digitígrado de papel, por puro placer, en el lugar en el que concurren ambos sujetos, en el poema hecho evidente ante sí mismo, delatándose, burlándose un poco de la propia materialidad de su escritura.

 

Pero el mío es apenas un juego de palabras desordenadas en medio de uno de los objetos más complejos de nuestra poesía indoamericana, y que ahora se encarama por debajo de mis rodillas y que subiendo hasta la entrepierna me desconcierta, me seduce y me hace sudar, de dorado placer.

 

Vallejo tiene algo de barroco, me digo a mi misma, porque en este poema LXXIII me permite imaginar de lo sagrado su burla, del dolor… su risa, “siendo” el gesto que encarna eso negro irrumpiendo estrepitosamente en la luz de la escritura del propio poeta.

 

[1] Agradezco la oportuna lectura de este escrito a Bea Jurado y sus recomendaciones invaluables para darle algo de forma.