Trilce LXIII

[Federico Galende (Rosario/Santiago)]

AMANECE LLOVIENDO

 

Se recuerda como una anécdota que por la época en la que vivía en la bajada de Santa Clara, a pasos del viejo molino, donde estaba el Instituto Nacional del que era director, César Vallejo tenía la costumbre de abrir la llave del baño y dejar el agua corriendo. Lo hacía para que el sonido, que le llegaba del otro lado de los pasillos, lo serenara al final de la tarde, después de una larga jornada, transportándolo durante un rato a un amanecer lejano en el tiempo, un amanecer en el que llovía. El lugar en el que llovía eran las sierras de Santiago de Chuco, donde había cielos de puna descorazonada y en el que había quedado su infancia, que ahora rememoraba echado sobre la cama con las puntas de los zapatos mirando hacia arriba (como las de los muertos). 

 

            Parece que la garúa limeña, célebre por su discreción, le resultaba decepcionante, lo que le lo impulsaba a convertir esa ciudad en un lugar de paso, en un tajo sin tiempo o un meridiano hecho de deshoras abiertas entre la lluvia que caía en aquel pequeño pueblo de infancia y la que tal vez caería más tarde, convertida ya en un aguacero tras recorrer como un tímido hilo invisible todas las edades de su poesía, en París, donde vaticinó que acabarían sus días. El asunto era bastante simple: si había llovido al principio, sería perfecto que lloviera también al final, de manera que fuera el agua la que abriera y cerrara la vida, aportándole a su monotonía una modesta sintaxis. 

 

El problema es que esta monotonía -la otra mitad de él, su perpetuo lado acechante- se comporta de una forma muy similar a la de la lluvia: baja, desciende, se clava a las doce deshoras como una luz rígida sobre el espacio y el tiempo y, tras borrar los matices y disipar el último hilván del sentido, traza en el aire esa conocida puntada que va y vuelve de la pereza a la desesperación. Su hipotético daño, como todo el mundo sabe, también viene desde muy lejos: estaba en la Ética de Aristóteles, había transitado de las primeras enumeraciones de Hipócrates a la medicina árabe-bizantina y la tradición patrística, un par de siglos antes de que Baudelaire y el tardoromanticismo lo transformara en su vicio predilecto, lo había definido como el único de los demonios que era capaz de pasearse a plena luz del día para internarse finalmente en el alma de los ermitaños y los cenobitas, pudriéndoles el corazón. No tenían, como en la canción, nadie que los acompañara a ver la mañana, ni que les diera una inyección a tiempo. 

 

Si daban las doce, no había nada que hacer. Y resulta que todo esto ocurría a las doce, como en este poema LXIII de Trilce, cuyo cierre es más que elocuente: cuando salgo y busco las once / y no son más que las doce deshoras. 

 

Pero hay una pregunta: ¿son ya las doce? Por acá sí, y también en el final de este poema, pero a la vez no todavía, porque recién está amaneciendo y amanece lloviendo, con la mañana bien peinada chorreando el pelo fino. Es decir que por el momento, sea lo que sea un momento, no son las doce, y por eso Melancolía está amarrada. Amarrada a ese momento, a la “lluvia del amanecer”, a la “mañana bien peinada”, a los “cielos de puna descorazonada”, al “destino que vira y apenas se asienta”, a esos “relinchos andinos” o a todo aquello que, en un rapto entretejido por nostalgias y ademanes que vacilan, conduce en el poema a que quien lo escribe se acuerde de sí mismo.

 

El recuerdo lo dispara un minúsculo detalle atmosférico que resulta tan vertical como ese clavo que clava a la nada el demonio del mediodía, solo que a diferencia de éste lo hace a través de intervalos, de interrupciones, de balbuceos. Para que el agua trace en el aire la figura de la lluvia debe quedar un espacio entre las gotas, diferente al de la línea continua de la luz que cae recta. Esos son sus balbuceos, datas tartamudas que golpetean sobre la piel de la deshora con la misma delicadeza con que lo hace Vallejo sobre los caparazones de las palabras, su reconocible modo de tratar una lengua que busca cerrase sobre sí misma. Un neologismo por aquí, una sinalefa por allá, una contramarcha de cuatro a tres tónicas en el tránsito que va de la mañana chorrea el pelo fino a Melancolía está amarrada.

 

Se trata de transiciones que no por delicadas dejarán de tener algo de abruptas, como cuando pone torvos al lado de cielos de platino, temeroso de dejar una pátina de caramelo en el verso, que interrumpe acudiendo a un feísmo que sale como un tren de la noche de los fonemas para chocar con la paz luminosa que estaba a punto de gestarse. ¿Para qué hace eso? Quizá para rebajar también el cielo, que así pierde su inmensidad -la consumación viva de las sombras de este mundo en esa extensión sin perímetros imaginada por Dante- para abreviarse en un dato situado: el de la lluvia reflejándose en los ojos que contemplan lonjas de un tiempo remoto transportado por el amanecer.

 

 El amanecer deshiela la noche -para la mayoría una tajada de tiempo invisible-, retira las horas de sus cavernas y las siembra en la expectativa de que algo podría ocurrir, por ejemplo los sucesos del día, que la salida del sol insinúa. Pero la lluvia no necesita que algo ocurra, no requiere que la acción se despliegue; ella misma es un corte de duración, un tiempo que se es tan autosuficiente como el poema. Por eso se puede estar por un lado en una mañana de libres crinejas, de brea preciosa, serrana, y desfallecer, por el otro, en el tedio de quien busca las once en las que no son más que las doce deshoras. Esta caída, en principio violenta, no hace más que acompañar a las otras, la de la lluvia del amanecer y la del sol ciego de las doce, que la repetición funda en una ley sin encadenamientos ni historia.

 

Como la cola de un fantasma, la mañana, el poema y el mediodía reptan sobre la última cáscara ilusoria del tiempo. El efecto evidente (Scklovski dijo haberlo descubierto en una escena de Anna Karenina el mismo año en que Trilce era escrito a deshoras en una lejana prisión de Trujillo, y Brecht lo transformó después en su técnica más famosa) es el del extrañamiento, o sea el de la disociación entre el signo del tiempo y el tiempo. Las doce deshoras están allí para señalar que cualquier cosa que nazca será juzgada, no según el orden del tiempo, al modo de lo ápeiron en el endeble fragmento de Anaximandro, sino por orden del meridiano, donde irán a dar el aliento, los ojos que se abren, el canto de los gallos o los pájaros que merodean mientras la mañana comienza en el poema que está ya destinado. Es el destino de los ojos para la boca, del fantasma que contempla el horizonte cuando ya todo ha desaparecido, rozado por la punta carnívora de la lengua.