Trilce XLIX

[Mario Arteca (La Plata)]

 

PEQUEÑA LECCIÓN DE ANATOMÍA 

POEMA XLIX, DE TRILCE

 

 

Cualquier poema de “Trilce” siempre dispara, años antes o después (porque su franja de lectura es, desde ya, un tramo de infinito), la vieja y retórica pregunta sobre el sentido. Y en este poema, XLIX, también corre a favor suyo esa inercia de una búsqueda de armar lo que se presenta en apariencia desarticulado. César Vallejo es de esos escritores que escriben prestando el sentido al lector. Se trata de un préstamo sin intereses y a largo plazo. Esto, que se muestra como una relativa verdad, comprobable críticamente, sin embargo, en su conclusión, no se ofrece en forma amable a los ojos de quien lo lee por primera vez. ¿Pero por qué debiera serlo? En los poemas de Vallejo hay una confianza en que el rompecabezas por ensamblar encontrará, tarde o temprano, su interlocutor, su ejecutante adecuado (el lector, la crítica especializada, etc.); pero es, en tanto que “adecuado”, porque llega en el momento en que debiera arribar. Los escritores como el peruano escriben sin que el porvenir intervenga, salvo en forma de presente continuo, es decir, como espejo del sufrimiento (igual que aquella definición de Denis de Rougemont sobre el amor, catalogándolo como una “posesión por pérdida”, frase que citaba al final de uno de sus poemas el mexicano José Emilio Pacheco), sea éste por amor o por inanición; o bien por simple constatación del despojo social a los que muchos seres se ven sometidos a lo largo de su vida. Los textos de Vallejo, y este poema en particular, fusionan esas categorías del despojo interno y externo, volviéndolas pasado inmediato, que es una de las maneras en que se muestra desplazado cualquier presente. 

 

El primer verso es lo suficientemente ambiguo y, por lo tanto, directo al corazón de la problemática del poema. Dice: “Murmurado en inquietud” (en algunas otras ediciones de “Trilce”, se puede hallar una variante, en apariencia mínima, que es la del uso de un genitivo que lo acompaña: “Murmurado de inquietud”), y donde cruza, transita, “el largo traje de sentir”, vinculado a la “verdad” de los lunes. Ese murmurado tal vez exhiba lo que el poeta observa como lastre en los otros, o lo que provoco para el afuera. Da la impresión que es un poema donde Vallejo exhibe una desolación medular, que lo obliga a acondicionar el lenguaje entre tramos estratégicos donde él mismo, no sale indemne. Pero volviendo al “lunes”, ese lunes vallejiano no es un día de semana, porque allí el lunes es el comienzo de la semana, y también el primer peldaño del padecimiento humano reiterado, repetitivo, insistente, que se transforma en real en la medida que se reanuda por mera consecución. 

 

También hay en ese “olvido” de quien será, esa marca temporal, dislocada por el manejo algo bergsoniano del tiempo, que Vallejo profundiza con una particular displicencia, como si trabajara un dispositivo auxiliar del abandono, o como salvoconducto hacia ninguna parte de una persona que escribe habiendo perdido todo, no sólo un estado de ánimo, sino un “estado” de escritura, que lejos de aplanarse en sus propias honduras, lo lleva a escribir uno de los poemas más angustiantes de “Trilce”, si es que cabe ese adjetivo. 

 

Por otra parte, se dan dos situaciones en este texto que también retrata una parte del mecanismo vallejiano, que son, en primer término, la transformación, y enseguida la sustitución. Vallejo, en este poema XLIX, evalúa su obra como efecto de una familia poco equidistante: la razón y la verdad. Algunos indican que esas palabras se muestran como sinónimas, como un desplazamiento de la escritura sobre el cuerpo ya hastiado y derrotado (esa es la palabra en el poema), cuando en verdad, el escritor peruano parece redoblar la apuesta entre la idea “alta” de verdad, y por ser tan alta es ilegible, y la noción “baja” de razón, que pone al poeta dentro de una exhibición de mezquindades terrenales, además de la impotencia de cambiar el curso de los acontecimientos que lo acechaban (la miseria, la ausencia de la amada, la desdicha como una prórroga inexplicable del martirio moderno, la enfermedad, etc.). 

 

Y finalmente, el símbolo que aglutina todo en este texto es la guardarropía, que es una especie de almacén de prendas de vestir y accesorios que se utilizan para las representaciones y rodajes de teatro, o de cine. Allí Vallejo anticipa lo inevitable: ése es su lugar para dejar las ropas del pasado (como hojas blancas de un libro que se va esparciendo) o para dejar definitivamente el ropaje del presente. Es el llamado a la despedida con una fuerza donde la rebeldía (la idea de facción, y esa desproporción estética de comprenderse como una persona ciega de nacimiento) no se desarrolla nunca. Más aún, con su verso final (“Y hasta el hueso!”), Vallejo llama a esa desnudez que sólo se consigue con la pudrición de la carne, donde no hay verbo que asimile la frase hacia adelante, porque la estructura, allí, en su ritmo ilógico, ya no requiere de nexo alguno. 

 

 

 

Trilce XLIX

 

1. Murmurado de inquietud, cruzo,

el traje largo de sentir, los lunes

de la verdad.

Nadie me busca ni me reconoce,

5. y hasta yo he olvidado

de quien seré.

Cierta guardarropía, só1o ella, nos sabrá

a todos en las blancas hojas

de las partidas.

10. Esa guardarropía, ella sola,

al volver de cada facción,

de cada candelabro

ciego de nacimiento.

Tampoco yo descubro a nadie. bajo

15. este mantillo que iridice los lunes

de la razón;

y no hago más que sonreír a cada púa

de las verjas, en la loca búsqueda

del conocido.

20. Buena guardarropía, ábreme

tus blancas hojas;

quiero reconocer siquiera al 1,

quiero el punto de apoyo, quiero

saber de estar siquiera. 

 

25. En los bastidores donde nos vestimos,

no hay, no Hay nadie: hojas tan sólo

de par en par.

Y siempre los trajes descolgándose

por si propios, de perchas

30. como ductores índices grotescos,

y partiendo sin cuerpos, vacantes,

hasta el matiz prudente

de un gran caldo de alas con causas

y lindes fritas.

35. Y hasta el hueso!