[Cristóbal Durán (Santiago)]
III, una continua moratoria
El poema III trata de una descripción, o, más bien, se trata del ejercicio de una descripción. El poema se toma su tiempo, pero para descolocar el tiempo. El pasado pareciera sobrevivir en sus líneas, agolpándose y plegándose linealmente. Es un poema demoroso, con las marcas de la extraña fisionomía de la continuidad. Es la voz de un niño la que habla. Parece ser la voz de un niño—o todavía no un niño, o ya no un niño, quién sabe—. Tenemos la tentación de creer que hay un ejercicio de rememoración, pero hay más bien una de(me)morancia. “Madre dijo que no demoraría”, pero se hace tarde, y el poema nos suspende, implacable, en esa demora. Y eso se continúa mientras yacemos presos en el poema, como podría haber yacido preso el mismo poeta. En lugar de traer el pasado al presente, como quisiera el sano sentido común, y dándole de paso al presente la fantasía infantil de que puede dominar todo pasado, el poema nos arroja a un descampado de esa continua moratoria.
El poema se abre y se cierra oscurecido: “Da las seis el ciego Santiago, / y ya está muy oscuro.” Está muy oscuro, reiteramos, y las personas mayores no han vuelto. ¿Quiénes son esas personas mayores? ¿Cuál es su mayoridad? Si ya el tiempo nos tiene enroscados, si el elemento de nuestro tránsito es este continuo oscuro u oscurecido, tendríamos que saber que la mayoridad de estas personas no reside en que sean los predecesores o los ancestros, ni en su mayoría de edad (como aquella de alguna Aufklärung). No, los mayores son quienes actúan como medida de comparación, como patrón rector, como ese sentido trascendente desde el cual toda infancia no es más que un estado en vilo, en souffrance, un tramo de singularidades que no encuentra su metro.
Y, por ello, la infancia parece mantenerse en vilo, sin dormir. “Las personas mayores / ¿a qué hora volverán?” De cabo a rabo estamos como empantanados al leer los versos. Su despliegue avanza, pero dejándonos donde mismo. Se podrá ver, desde ahora, que hay cierta lentitud en la recorrida de ese continuo. Lentitud que tropieza con advertencia. Una voz pide cuidado a “Aguedita, Nativa, Miguel”, cuidado con ir “por donde / acaban de pasar gangueando sus memorias / dobladoras penas”. Las memorias se ganguean, sale la voz un poco por la nariz, la voz que profiere su memoria, sus memorias. ¿Serán las penas, dobladoras penas, las que ganguean sus memorias? Lugar donde no habría que adentrarse, pero que una vez leyendo, ya no nos queda más que estar dentro. El poema mismo, que nos hablaba de las personas mayores que no han vuelto—todavía—, que pareciera querer ponernos como espectadores de ese no-arribo, y que lo va diciendo para que lo leamos, nos previene de ahí donde las dobladoras penas acaban ya de pasar, y para colmo ganguendo sus memorias (podríamos incluso suponer: esas memorias no son bien oídas, la voz nasal interfiere…).
El niño insiste, no deja de insistir en los versos. Hipermnesia, pero enturbiada, contaminada. La voz del poeta sigue y sigue. Pero no pasa (a) nada, pasa nada. Segunda advertencia: tengan cuidado de ir “hacia el silencioso corral, y por donde / las gallinas que, / se están acostando todavía / se han espantado tanto.” ¿Quién le dice ese no a los niños (¿son niños?), ese no que quiere orientar o frenar sus tanteos? ¿Qué habrá oído el niño en ese “silencioso corral”, que podría pasar evidentemente como una metáfora demasiado simple del presidio? En ese corral, tanto se han espantado las gallinas, esas que “se están acostando todavía”. Todavía… todavía. Las gallinas se acuestan al oscurecer y se despiertan a la salida del sol. Siguen acostándose, la oscuridad no se ha declarado enteramente. La oscuridad todavía deja ver algo de luz. No es la variación de un estado a otro, no es la variación entre estados. Es una variación continua, donde la oscuridad no es otra cosa que la luz. No es entonces ese forzamiento a la luz, como aquella crueldad interminable a la que son sometidas las gallinas, haciéndolas creer mediante luz artificial que el día no termina, para que sigan poniendo huevos. No, aquí más bien lo que ha espantado a las gallinas no es el cansancio de la luz, sino el agotamiento del equilibrio más o menos calculado entre estados.
Y esa es la estancia. Vamos descubriendo que leemos un poema de la estancia, y no tanto sobre la estancia. Y algo va unido, como adyacente, a la estancia. Se reitera la demora: “Mejor estemos aquí no más. / Madre dijo que no demoraría.” La voz del poema es la voz del continuo, voz inocente que recorre y percute el continuo. Se permite un momento de alegría, o al menos un momento en el que se juega:
Ya no tengamos pena. Vamos viendo
los barcos ¡el mío es más bonito de todos!
con los cuales jugamos todo el santo día,
sin pelearnos, como debe de ser:
han quedado en el pozo de agua, listos,
fletados de dulces para mañana.
Todo esto ocurre en la demora, la estancia como demora. Si leyéramos muy apresuradamente diríamos “se trata de un poema sobre el abandono”, incluso sobre ese abandono que constituye a un sujeto, la orfandad. Pero todavía tendremos que ver que hay un juego, que esa demora juega, y no sencillamente porque sería algo así como esa capacidad de controlar la asignación de lugares en el famoso jueguito del carretel, jueguito compulsivo que tanta luz le dio a Sigmund Freud. La cuestión se mueve sola, o así parece. De hecho, los pequeños—los menores—también pueden (¿podemos?) partir, y eso lo recuerda el poema.
Aguardemos así, obedientes y sin más
remedio, la vuelta, el desagravio
de los mayores siempre delanteros
dejándonos en casa a los pequeños,
como si también nosotros
no pudiésemos partir.
Demora como estancia, donde no hemos partido, pero tampoco estamos propiamente ahí. El ahí se ha difractado. Los mayores obligan, sin remedio, a aguardar su vuelta. Un desagravio. Se nos deja en casa a los pequeños, “como si también nosotros / no pudiésemos partir”. La casa pareciera ser de los mayores, mayores que obligan a esperar, que exigen que la espera sea contable. Los menores ocupan la estepa de la casa. No viven en ella para dominar sus entradas y salidas, la medida de los horarios, el equilibrio entre la partida y la llegada. Nosotros, los pequeños, estamos en medio. Demora y estancia. Los mayores parecen haber abandonado. ¡Pero no vayamos a leer ese abandono desde una carencia ni desde una falta! “Madre dijo que no demoraría”, tenemos que traducir: “Madre es demora”, estancia de la demora. Casi en el sentido en que Patricio Marchant nos pedía que leyéramos donar donde decía abandonar. La madre nunca se da, ella, y en ese nunca continuo cada cosa puede llegar a ser. Permite que algo se dé, que algo llegue a ser. O bien, que no sea. Alea iact est.
Hay que recordar que abandonar viene de la expresión, francesa, laisser à bandon, dejar en poder de alguien. Abandonarse es entregarse a alguien, y si suprimimos el reflexivo abandonar es entregar a alguien. Abandonarse, soltar, dejar ser la cosa. Exponerse a, entregarse a, ponerse a disposición de. Abandonar es también entregar. Dar. Dejar la palabra, o más que eso, dejar espacio para tomar la palabra. Pero es, primero, dejarse, para poder hacer cualquier cosa, cualquier movimiento. Abandonado, dependo irrestrictamente; pero en ese dejar-ser, como sin voluntad, puedo tantear. Abandonado se está a merced, puede suceder cualquier cosa – se está a merced de recorrer el continuo en demora, y hacer de ello la estancia. No sólo estamos liberados de padre y madre—huérfanos—sino que podemos partir gracias a ese don.
En los últimos versos del poema, la voz se pregunta una vez más por Aguedita, Nativa, Miguel. “Llamo, busco al tanteo en la oscuridad.” Es difícil no pensar en el juego de la gallinita ciega. Los ojos cubiertos, vendados, cubiertos con una bandana dejan a la deriva, liberado de la sujeción a sí mismo, a la gallina ciega. Gallina, en “silencioso corral”, acostándose todavía. Uno tantea, se guía por voces que no se reconocen, memorias que ganguean. La gallina ciega no puede atrapar a nadie, y la idea es tantear, aproximarse y alejarse, sin saber que se lo hace. Distenderse, uno de los términos que podríamos escuchar en abandonarse. Gallina desorientada. Incluso gallina que ha perdido su cabeza, caput, su mando, revoloteando frenética como cuando ha sido degollada por su captor. El Littré nos dice que s’abandonner, en su forma reflexiva, se emplea también en el siglo XIX para referirse a un orador que “se lanza sin rodeos a la improvisación”, o a propósito de un niño “que comienza a dar sus primeros pasos”.
Pero la bandana, la venda, todavía deja ver algo de luz. No es la oscuridad del caos insondable o del abismo indiferenciado. Todavía quedan los nombres de Aguedita, Nativa, Miguel a los cuales la voz poética pareciera preguntarles, preguntándose a sí mismo: “No me vayan a haber dejado solo, / y el único recluso sea yo.” Quizá la voz siempre estuvo sola, pero eso es algo que no pretenderemos resolver. Muy sola y acompañada. No nos quedará el tiempo que nos da el poema para preguntarnos por esta soledad, esta estancia, esta demora, la infancia, el continuo. Solo nos queda pensar con, al costado de ese bello poema en prosa, publicado póstumamente, que se inicia con “No vive ya nadie…”:
—No vive ya nadie en la casa —me dices—; todos se han ido. La sala, el dormitorio, el patio, yacen despoblados. Nadie ya queda, pues que todos han partido.
Y yo te digo: Cuando alguien se va, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado. Las casas nuevas están más muertas que las viejas, porque sus muros son de piedra o de acero, pero no de hombres. Una casa viene al mundo, no cuando la acaban de edificar, sino cuando empiezan a habitarla. Una casa vive únicamente de hombres, como una tumba. De aquí esa irresistible semejanza que hay entre una casa y una tumba. Sólo que la casa se nutre de la vida del hombre, mientras que la tumba se nutre de la muerte del hombre. Por eso la primera está de pie, mientras que la segunda está tendida.
Todos han partido de la casa, en realidad, pero todos se han quedado en verdad. Y no es el recuerdo de ellos lo que queda, sino ellos mismos. Y no es tampoco que ellos queden en la casa, sino que continúan por la casa. […]